Más de quinientas familias campesinas de Cotaruse han descubierto que sus recursos naturales están amenazados por el cambio climático. Asegurar el agua es el primer eslabón para recomponer su cadena productiva. Por eso el proyecto de desarrollo Haku Wiñay/Noa Jayatai, con el apoyo del Programa de Adaptación al Cambio Climático, les ha propuesto una medida novedosa: si tanto precisan del agua… ¿por qué no sembrarla? Nueve comunidades altoandinas de ese distrito, en Apurímac, apostaron por ello y dos años después ya disfrutan de los primeros resultados.
"MI CHACRA SE PARECE A UN NIÑO BIEN ALIMENTADO que, gracias al compost, al humus y al biol que produzco, no coge enfermedades y rebosa de salud”, dice Nelly Huaccharaqui, agricultora de 55 años, madre, abuela y experimentadora agrícola.
A las afueras de la pequeña población, en un espacio de aproximadamente 1.500 m2 , Nelly ha sembrado de todo: ha intercalado cinco filas de lechugas romanas con otras tantas de beterragas –“porque juntas crecen mucho mejor”, comenta la agricultora mientras camina con la delicadeza de una ballerina entre los vegetales–. También tiene zanahorias pequeñas, medianas y grandes –“las sembré en diferentes semanas para que pueda consumirlas durante todo el año”–, cebollas blancas y moradas, ajos todavía verdes, acelgas de tallos blancos, amarillos y fucsias, repollos de gran tamaño, plantas de rocoto florecidas, más lechugas y, junto al muro, las matas de fresas silvestres cuyos frutos empiezan a enrojecer.
Junto al muro rústico, un árbol de durazno, un sauco, un arbusto de aguaymanto, dos manzanos y dos paltos protegen a las hortalizas de las heladas. Nelly los plantó para crear un microclima que retuviera el aire frío y elevara la humedad y la temperatura del ambiente, especialmente por las noches. El terreno, que hace cinco años estaba abandonado, hoy por hoy es un vergel. “Ahora comemos mucho más sano y variado”, comenta Nelly, que se encuentra parada junto a Silverio Huaccharaqui, su yachachiq y mentor. “Además, este biohuerto me produce excedentes que vendo en Cotaruse y Chalhuanca. Y las verduras orgánicas se pagan mejor”.
La figura de Silverio –flaco, piernas largas, brazos fibrosos, cara huesuda y pómulos sobresalientes– representa al experto local, a aquellas personas con gran capacidad de liderazgo, que experimentan a pequeña escala para luego compartir sus hallazgos con los demás y que en quechua reciben el título de yachachiq. Nelly, también lo fue durante un tiempo, pero al marcharse temporalmente a Lima, lo dejó.
Según el Instituto Nacional de Estadística (INEI) una tercera parte de la población peruana económicamente activa pertenece al sector agrícola, y de ésta, casi la mitad –el 42,9%– sólo produce para el autoconsumo.
Muchos de estos campesinos, además, con lo que producen no llegan a cubrir sus requerimientos energéticos mínimos diarios, y lejos de comer lo necesario, terminan alimentando las estadísticas de pobreza extrema. En concreto, en Apurímac, el 34,5% de la población sobrevive bajo este umbral. Es decir, una tercera parte de sus hogares no llega a ingresar los S/169 soles por persona y mes que el INEI ha delimitado para este quinquenio como la línea roja que nadie quiere traspasar.
Nelly era parte de esa realidad. Por eso su nuevo biohuerto ha sido tan importante para cruzar esa línea; el suyo y el de otras 529 familias quienes, con la ayuda de un proyecto de Foncodes, han logrado revertir las vergonzantes estadísticas regionales. Hace tres años el proyecto Haku Wiñay/Noa Jayatai introdujo un paquete de cuatro tecnologías productivas que han significado un balón de oxígeno para Cotaruse. La palabra ‘bienestar’ llegó por primera vez a las animadas conversaciones sostenidas entre sus vecinos.
Una buena parte del éxito del Haku Wiñay/Noa Jayatai tiene varios nombres propios: el de cada uno de yachachiq que han sabido compartir sus experiencias con los usuarios. Su conocimiento y paciencia han sido claves para introducir el riego por aspersión, el cultivo orgánico de hortalizas o la producción de abonos y pastos, entre otras tecnologías.
El cambio climático
Aunque este proyecto pronto registró los primeros resultados positivos, sus responsables descubrieron que era necesario fortalecer una variable fundamental en la ecuación planteada para erradicar la pobreza: el cambio climático. La llegada de heladas durante el crecimiento de los sembríos o la caída de granizadas antes de cosechar, entre las muchas amenazas climáticas, tenían el poder de arruinar en minutos todo invertido y castigar a sus usuarios a una pobreza aún mayor de la que salían. Los datos del Informe sobre Desarrollo Humano de 2013, publicado por el PNUD demuestran que el 79% de los eventos extremos que se han producido en el país en los últimos 30 años han estado vinculados con el clima y han afectado a más de 13 millones de peruanos.
Para reducir los impactos de las amenazas climáticas sobre las tecnologías productivas de las familias usuarias del proyecto Haku Wiñay/ Noa Jayatai, FONCODES en 2013, estableció cooperación con Helvetas Swiss Intercooperation, a través del Programa de Adaptación al Cambio Climático-PACC Perú, para fortalecer criterios y prácticas de adaptación al cambio climático en dichas tecnologías. En ese proceso se incorporó también la tecnología de siembra y cosecha de agua.
¿De dónde viene el agua?
Mientras el yachachiq termina de instalar un moderno aspersor en medio de la parcela con alfalfa, Nelly corre a un extremo del biohuerto a abrir la llave de control. “Silverio me enseñó a cuidar los recursos. Antes dejaba inundar la chacra y me marchaba; pero el agua arrastraba los nutrientes, las verduras no creían y malgastaba los recursos”, confiesa la agricultora.
Una pasantía organizada por los técnicos de ambas instituciones motivó su cambio de actitud porque un grupo de campesinos de Cotaruse conocieron de primera mano cómo vivían sus vecinos de arriba, en un ecosistema muy diferente al suyo, a 4.300 metros sobre el nivel del mar.
En Ccellopampa conversaron con Alejandro Chipana y recorrieron los biohuertos bajo fitotoldo que habían implementado Sabino Martínez y Julio Quispe. Pero si hay un hecho que les marcó un antes y un después esa fue la clase práctica de Evaristo Quispe. Ese día aprendieron con el yachachiq que, además de las verduras, también el agua se podía sembrar.
Antes, en los ecosistemas altoandinos, todo era más sencillo: sembraban cuando llovía; y cuando no lo hacía, esperaban. Pero el clima cambió, se fueron las nubes y llegó la incertidumbre. La laguna natural de Ccellopampa, al igual los bofedales donde pastaban las alpacas, al llegar mayo se comenzó a secar. Y sin agua los comuneros perdieron la esperanza.
Cuando la situación estaba a punto de ser insostenible llegaron los técnicos con nuevas propuestas que refrescaron sus conocimientos tradicionales. Eso fue hace dos años. Desde entonces, los comuneros, inspirados, han implementado tres qochas. Ahora disponen de recursos hídricos hasta octubre. Con la siembra y cosecha de agua, además, han logrado almacenar en el subsuelo miles de metros cúbicos de agua, tanto para ellos como para el resto de habitantes de la cuenca que tienen sus biohuertos en su parte más baja.
Según el asesor local del PACC Perú para Cotaruse, Jaime Pérez, el agua que se infiltra al interior de la montaña demora aproximadamente seis meses en volver a salir a la luz. Ésta brota a través de los manantiales, a más de 500 metros, que en muchos casos habían desaparecido.
“Nunca antes habíamos utilizado esta tecnología. No sabíamos cómo hacerlo. Ahora estamos recuperando nuestros recursos naturales”, comenta el yachachiq Evaristo Quispe. El Haku Wiñay/Noa Jayatai les ha devuelto la fe en su futuro.
Invernaderos de altura
Los ambientes de la casa de la familia Martínez han sido adaptados tal y como se indica en el manual sobre viviendas saludables que han recibido de Foncodes. Antes todos convivían en una sola habitación; y ahora cada uno tiene la suya. Las gallinas y los cuyes, tampoco comparten galpón, y la cocina de Basilia ha sido mejorada. Cuando cocina ya no traga como antes el humo negro que salía del fogón porque ya es conducido por un tubo hacia el exterior. Afuera han habilitado un biohuerto a campo abierto, de ocho por cuatro metros, donde crecen algunas plantas con habas, tres o cuatro filas de cebollas y tres repollos. El clima de Ccellopampa suele ser extremo y el cultivo de hortalizas, una quimera.
Junto al huerto orgánico, Sabino Martínez nos muestra los resultados de su capacitación por parte del proyecto. En una construcción de adobe, techada con un enorme plástico, el agricultor ha aprovechado cada centímetro para establecer allí un verdadero supermercado familiar. Gracias al nuevo fitotoldo apenas tiene que caminar para conseguir verduras frescas. “Con ‘agüita’ y ‘calorcito’, a pesar de la altitud, tenemos hortalizas todo el año”, dice Sabino satisfecho.
Julio Quispe, de 56 años, también tiene uno. “Con el proyecto hemos aprendido a cultivar bajo techo”, comenta el alpaquero. “También a controlar las plagas sembrando junto a las hortalizas plantas aromáticas y medicinales”.
A pocos metros de la vivienda de Julio, Alejandro Chipana –poncho grueso de alpaca, sombrero de fieltro de ala ancha y ojotas– termina de alistar el hato de llamas que más tarde conducirá hasta el layme. Alejandro se dedica al trueque: cambia fibra, papas y carne seca de alpaca por higos secos, maíz y otros cereales. En sus viajes, que suelen prolongarse durante semanas, visita comunidades de Arequipa, Cusco y Andahuaylas.
‘Alejo’, quien ha tenido la oportunidad de contrastar sus pensamientos con mucha gente, muestra su preocupación por los cambios que él siente que se han producido en los Andes a raíz del cambio climático. “Los ponchos de ‘purita’ alpaca que usaban nuestros padres ya no se pueden aguantar. A las diez de la mañana hace mucho calor y durante las madrugadas, demasiado frío”, señala el agricultor.
El comerciante ha detectado en los tubérculos otra señal de alarma. Mientras que sus abuelos cultivaban más de veinte variedades de papas nativas, cuarenta años después, el número se ha reducido a ocho. “Las ‘plantitas’ ya no resisten las heladas y se queman ‘toditas’”.
En un artículo sobre reducción de pobreza publicado por Gustavo Yamada en el diario El Comercio el reconocido economista señala: “parte de la pobreza rural que todavía queda en el Perú se debe al aislamiento, que se traduce en poblaciones que no tienen acceso a mercados más grandes. Por eso la infraestructura económica y social es muy importante. Se necesita una fuerte inversión en capital físico para que estas poblaciones puedan aprovechar las oportunidades del mercado”.
Ccellopampa, por ejemplo, está a seis horas caminando de Cotaruse. Y entre la comunidad y la capital del distrito no existe un servicio de transporte que traslade ni a las personas ni a su producción de una manera rápida y eficaz.
Lee la historia completa en: Yachay Ruwanapaq. Aprendizajes de la integración del cambio climático en el proyecto Haku Wiñay/Noa Jayatai (Lima 2017, PACC, MIDIS, COSUDE). Páginas: 27-45.